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En “Donde viven los monstruos” Jonze y su guionista nos recuerdan que todos hemos sido niños y que entonces creíamos que debajo de la cama habían monstruos para sacarlos a la luz y que Max (el niño protagonista de la cinta) se asuste, juegue, corra, padezca, sonría, llore y, en definitiva, crezca con ellos. Y de eso trata la película: más allá del doméstico y cotidiano prólogo no hay más historia. Jonze se despoja del barroquismo de las superproducciones infantiles y sus “megagigantescas” aventuras de tono casi bíblico para acercarse al minimalismo de Schulz en “Peanuts” (a.k.a. “Snoopy”) y a la sencillez de Miyazaki en “Mi vecino Totoro”, obras con las que se emparenta porque más que contar una historia de lo que se trata es mostrar un estado de ánimo, una postura frente al mundo, en este caso el sentimiento de desamparo e incomprensión del que decide convertirse en un rebelde sin causa al transformar el mundo en el enemigo al no poder o querer comprenderlo, al igual que la protagonista de “Dentro del laberinto”.
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